Es el tiempo en que las almas de los
parientes fallecidos regresan a casa para convivir con los familiares
vivos y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en
los altares domésticos.
La celebración del día de muertos, como se le conoce popularmente, se practica a todo lo largo de la República Mexicana.
Según la creencia del pueblo, el día primero de noviembre se dedica a
los “muertos chiquitos”, es decir, a aquellos que murieron siendo niños;
el día dos, a los fallecidos en edad adulta. En algunos lugares del
país el 28 de octubre corresponde a las personas que murieron a causa de
un accidente. En cambio, el 30 del mismo mes se espera la llegada de
las almas de los “limbos” o niños que murieron sin haber recibido el
bautizo.
Como culto popular, es un acto que lo mismo nos lleva
al recogimiento que a la oración o a la fiesta; sobre todo esta última
en la que la muerte y los muertos deambulan y hacen sentir su presencia
cálida entre los vivos.
Hoy también vemos que el país y su gente se visten de muchos colores
para venerar la muerte: el amarillo de la flor de cempasúchil, el blanco
del alhelí, el rojo de la flor afelpada llamada pata de león... Es el
reflejo del sincretismo de dos culturas: la indígena y la hispana, que
se impregnan y crean un nuevo lenguaje y una escenografía de la muerte y
de los muertos.
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